Viendo que Xavier Cugat no aclaró nada sobre el tema que nos ocupa, después de una larga meditación ante una botella de Calvados llegué a la conclusión que era mejor recurrir a un profesional en la materia. Mi primer candidato era el Doctor Freud, pero Sigmund frecuenta nuevas compañías últimamente: Cass Elliot, Janis Joplin, John Phillips… claro, con estas influencias su consulta se ha convertido en un fumadero. Hasta la decoración ha cambiado: cortinas pakistaníes, alfombras persas, cojines turcos, pósters del Che Guevara y Jack Kerouac, Scott Mc.Kenzie en el tocadiscos, olor a incienso y marihuana… La Chaisse Longue de mis amores, en lugar de acomodar pacientes, da cobijo a una pareja de gatos que hacen allí su vida y, naturalmente, sus necesidades. ¡Qué pena!… su próximo destino será una tienda de empeños, seguro. La casa de Freud luce como un desastre hippie de paz, amor, pelos en el suelo y poco trabajo, o más bien ninguno. Entonces me acordé de su mejor discípulo, el Doctor Carl Gustav Jung, que aún no ha sufrido metamorfosis alguna y llegó al +allá antes que yo, en 1.961. Sin pensármelo dos veces, pedí hora a su consulta.
Me recibió en bata blanca, más serio que nunca…
– Buenas tardes Arthur, supongo que tu visita no será por algo grave…
– Sí lo es, grave y necesaria Doctor Jung. Tengo unos amigos allí abajo sumamente preocupados por el amor. Nadie sabe encontrar una respuesta correcta a los efectos nocivos que ese sentimiento provoca, y he pensado recurrir a la ciencia para despejar de una vez ese interrogante que les está causando infinidad de problemas.
– Difícil cuestión, querido amigo, pero pasa… pasa a mi despacho… veremos lo que podemos decir al respecto.
Y allí estaba yo, tendido en el sofá anti-loco de nuevo, mirando de reojo al Doctor y atendiendo con sumo interés sus explicaciones.
– Cuesta definir los sentimientos, Arthur, y más cuando las palabras van dirigidas a inexpertos en psiquiatría. Temo no ser captado convenientemente, pero trataré de usar un lenguaje accesible. Verás… la humanidad comenzó a tener problemas de comunicación con la Torre de Babel. En realidad eso ocurrió en una época en la cual se empezaron a perder dones innatos como la telepatía. Antes de la Torre no existía la mentira, la gente no necesitaba hablar para entenderse, pero a raíz del incremento en el consumo de cerebros simios vino la confusión. El homo sapiens -por aquel entonces todavía mono- aumentó su inteligencia a costa de pérdidas importantes como lo anteriormente dicho: la telepatía. Entonces no le quedó más remedio que describir las cosas con sonidos guturales para identificarlas. Naturalmente, poner nombre a los sentimientos era una tarea muy complicada. Y así, paso a paso, nació esa palabreja… AMOR, en un intento de justificar algo grande que salía -decían religiosamente- del alma. Y ese bautismo provocó un lío que aún dura. Esta palabra aglutina un montón de sentimientos que se confunden entre sí: estima, deseo, admiración, temor… puede llegar incluso a confundirse con el odio. Ciertamente, notamos algo en nuestro interior -eso nadie lo pone en duda- pero desconocemos los motivos que lo producen. Y ahí está el problema. ¿Sabes, Arthur?, a veces sentimos porque la mirada, el timbre de voz, el olor, el tacto de la otra persona nos recuerda la estancia en el vientre de nuestra madre, o a alguien muy cercano en nuestra época postnatal. Eso lo desconocemos, no lo podemos detectar dado que proviene del subconsciente y hasta ese lugar tan recóndito no tenemos acceso. Así ocurre, la mayoría de las veces, que este sentimiento desaparece con el tiempo; que no es eterno y surge de nuevo, quizás con más potencia. Muere y resucita, así una y otra vez. No sé si me he explicado correctamente. ¿Lo has comprendido?
– Creo que sí, maestro…
– Otro gran fallo humano ha sido mezclarlo con el sexo, pues no tiene nada que ver. El amor es un sentimiento y el sexo una necesidad física, aunque a veces se junten en la misma relación. La prueba más evidente es que amamos a nuestros padres, hijos, amigos, incluso a nuestro perro, y ahí no entra el sexo, obviamente. Siempre he pensado que el sexo es la comida de la mente, y si comes bien, estás más tranquilo, menos agresivo, más satisfecho…
– Pero… dígame Doctor Young, ¿por qué se deprime la gente cuando pierde un amor?
– No pierde un amor Arthur, pierde a una persona, que es distinto. Se debe al instinto de posesión, al egoismo, a la reputación social, a los celos… Las reacciones ante esta pérdida dependen del grado de madurez del individuo. El inmaduro pensará que se acaba el mundo; se encerrará en sí mismo subiéndose al tiovivo de la desesperación. Fatal camino que conduce a la locura, al suicidio o al homicidio… no sé que es peor. Sin embargo, el maduro se dará cuenta que termina una etapa y puede comenzar otra mejor. Es de cretinos, con los millones de personas que hay en el mundo, pensar que se ha encontrado a la mejor. Vaya tontería… Es lógico que la mayoría de las veces se apague la llama del amor. Hoy nos conocemos y nos entendemos perfectamente, pero con el tiempo evolucionamos, y si cada uno coge un camino distinto, es normal que mañana no tengamos nada en común. Créeme, Arthur, lo único importante que existe allí abajo es la salud, lo demás todo tiene solución. Si uno quiere, desde luego.
– Perdón, maestro… hay cosas que no tienen solución…
– Entonces, querido Arthur, hay que enterrarlas, no darles más vueltas… como dijo alguien cuyo nombre no recuerdo, «SI ESTAS METIDO EN UN HOYO, NO SIGAS CAVANDO». Esa es una buena sentencia, un buen consejo.
– Agradezco sus explicaciones y el tiempo que ha perdido conmigo, Doctor. Espero que sus palabras sean una luz para mis lectores. Rezarán por su alma, seguro…
– Ha sido un placer, Arthur, para eso estamos….
Por Harpo, desde el más allá.
Texto publicado a finales del siglo XX en la famosa página, allende los mares, de EL CLUB de Menorca en www.go.to/elclub (actualmente gotoelclub.com y/o canalmenorca.com) |